La infancia y sus derechos han sido motivo de preocupación fundamentalmente desde mediados del siglo XX. En 1952, en ocasión de la celebración en Viena de la Conferencia Internacional en Defensa de la Niñez se proclamó que, por el solo hecho de nacer, el niño tiene derecho a ser feliz, lo que abarca todas las esferas de su vida.
Este hecho constituyó el punto de partida para las conquistas que posteriormente, en 1989, fueron plasmadas en la Convención sobre los Derechos del Niño, a partir del sistema de protección integral de la infancia como nuevo paradigma introducido por la Convención, que vale decir es el instrumento jurídico internacional de derechos humanos con más amplia ratificación a escala mundial, con una adopción prácticamente universal de 196 estados parte hasta la fecha.
Justamente este sistema de protección integral trajo consigo la sustitución de esa mirada tutelar y asistencialista que consideraba a los niños incapaces de asumir responsabilidades por sus acciones. La Convención acogió la doctrina de la protección integral, que implica la implementación y ejecución de políticas públicas, con referencia además al modo de ejercer esos derechos, donde se inserta el principio de capacidad progresiva y del interés superior del niño.
Precisamente el sustrato de todo esto es su cualidad de persona, que toma como base su dignidad humana para reconocerlo como titular de derechos de todo orden y conduce a ideas en torno a la progresión de sus aptitudes para su ejercicio y defensa.
Es entonces cuando las tradicionales ideas que socavaban esta posibilidad quedan desterradas a partir de razonamientos que van más allá de la edad biológica del niño. De este modo se comienza a brindar gran valor a criterios subjetivos concernientes a la madurez, capacidad natural, aptitudes graduales y competencias, en pos de concederle espacios de actuación al niño que conjuguen la evolución de sus facultades con su participación responsable en la toma de decisiones personales, en la configuración de su proyecto de vida y en el entorno familiar.
Llegó la caballería. Foto: Abel Padrón Padilla/ Cubadebate.
En los últimos tiempos, a raíz del proceso de consulta popular del Proyecto de Código de las Familias, se han vuelto más recurrentes estos dos importantísimos principios convencionales (capacidad progresiva y el interés superior del niño), que nuestra futura ley familiar acoge de manera admirable.
Particularmente la conjugación de ambos, nos conduce a la consideración del niño –entendido según los términos de su propio artículo 1 de la Convención como “todo ser humano que no ha cumplido los 18 años de edad”- como persona y como sujeto, es decir, como ser social, miembro de una familia, capaz para ser titular de derechos y capaz también de formarse juicios e ideas propias de acuerdo con su grado de madurez.
Emerge así el derecho del niño a ser escuchado en el contexto de la responsabilidad parental y los deberes familiares en torno a él. Debe resaltarse esta idea y resulta necesario insistir en que la postura de los adultos de la familia respecto al niño, según aparece diseñada en el Código familiar cubano, es un camino de dos sentidos y de doble vía. De doble vía porque los responsables del niño tienen el derecho y al mismo tiempo el deber de velar por él, por su bienestar en sentido general, ya sea físico, espiritual, emocional, proporcionándole una educación ajustada a la escala de valores sociales y familiares instituidos, ofreciéndoles amor y comprensión y favoreciendo el ejercicio de sus derechos paulatinamente y de acuerdo con su edad.
Ello conduce entonces a los dos sentidos de este largo camino de la crianza de un niño, pues es preciso tener en cuenta su personalidad y características personales individualizantes, que lo hacen un ser único, los que van en paralelo a los valores familiares que sustentan su crianza.
Entonces, a fin de ofrecerle al niño un ambiente familiar seguro y respetuoso de sus derechos, es preciso brindarle el apoyo necesario para expresarse, de modo que sienta que no es un ente adjunto en la familia, sino que puede participar y opinar acerca de los sucesos que ocurren a su alrededor, los que en no pocas ocasiones irradiarán hacia su persona.
No debemos pensar que las opiniones de un niño, por el simple hecho de su corta edad, van a carecer de sentido, lógica o raciocinio. Por el contrario, la ciencia, fundamentalmente desde la Psicología y la Neurología, ha aportado la base para la advertir del desarrollo progresivo de las aptitudes del niño para comprender, razonar y asumir posturas respecto a las distintas situaciones que le afecten, por lo que paulatinamente, a medida que el niño se hace mayor, aumenta su madurez y su aptitud para entender, expresar su postura, ofrecer motivos reflexivos que fundamenten su posición y ponderar los riesgos y beneficios de su decisión.
Tampoco significa esto que los adultos que interactúan con el niño (ya sean los progenitores, demás familiares, personal docente y comunidad en sentido general) deban plegarse a su voluntad. Los propios hallazgos científicos han podido corroborar que este desarrollo cognitivo y psicológico lo consigue la persona fundamentalmente durante la etapa de la adolescencia, aunque es sabido que inciden factores de tipo biológico, psicológico y social, el nivel de estímulos y el marco social, económico y cultural en el cual se desarrolla cada niño, pero de ninguna manera podrían trazarse reglas generales y mucho menos absolutas sobre la base de su edad, pues cada niño tiene su propio ritmo de maduración y de ahí, la importancia de reconocer su individualidad.
Es sabido que este no es camino libre de obstáculos, puede aseverarse que el ejercicio de sus derechos por parte de los niños constituye una de las cuestiones que más dilemas provoca en el ámbito familiar y en no pocos casos, cuando no existe concordancia entre la decisión que el adulto considera lógica o correcta y la postura que asume el niño, la conclusión más socorrida se encuentra en su insuficiente madurez e incomprensión, en la pretensión de apartar al niño de cualquier ámbito de decisión, posturas que solo aumenta la distancia entre las prácticas sociales y el referencial normativo.
En esta línea de pensamiento, se sostiene que el interés superior protege no que se tomen medidas o decisiones respecto a ellos, sino que las medidas y decisiones que los involucren promuevan sus derechos y no los vulneren, o si se quiere, que cuando un menor carezca de capacidad para decidir, el principio rector que sustituya al de autonomía sea la búsqueda de su bienestar.
Entiéndase que en ocasiones hay asuntos que desbordan las posibilidades de comprensión de una persona cuyas facultades se encuentran en evolución. A veces son muchos los aspectos a valorar y tomar en consideración e insertar al niño en este entramado puede no ser recomendable, por lo que se hace necesario en supuestos de esta índole compensar sus derechos como miembro de un núcleo familiar con su propio bienestar a largo plazo, concediéndole niveles de participación adecuados a su edad y madurez.
Entonces dicho bienestar, de modo inexorable, debe franquear todo aquello que obstaculice su rol protagónico en la interpretación y despliegue de sus derechos, lo que significa entonces llevar al plano de su vida cotidiana el verdadero sentido y relevancia implícitos en aquellos, para dar solución a problemáticas concretas a las que se enfrenten.
Los especialistas señalan que los niños precisamente desarrollan sus capacidades cuando se les permite asumir responsabilidades y tomar decisiones propias para su vida y en este contexto se distinguen tres puntos de vista diferentes pero interrelacionados:
- Una noción evolutiva: que reconoce en qué medida la realización de los derechos promueve el desarrollo, la competencia y la gradual autonomía personal del niño;
- Una noción participativa o emancipadora: que destaca el derecho del niño a que se respeten sus capacidades, transfiriendo la responsabilidad del ejercicio de los derechos de los adultos a los niños, en función de su nivel de competencia;
- Una noción protectora: que admite que el niño, dado que sus facultades se siguen desarrollando durante toda la infancia, tiene derecho a recibir protección contra la exposición a actividades que puedan serle perjudiciales.
De ahí la importancia del tránsito de la concepción de la patria potestad a la noción de responsabilidad parental, toda vez que resulta más favorable pensar en responsabilidades de los padres respecto a los hijos, en sustitución de las tradicionales potestades. Es posible así apreciar desde el derecho de las Familias dicha responsabilidad como una función que la construye con deberes, la atribuye al/los progenitor/es y la diluye reconociendo una progresiva autonomía a los hijos.
Precisamente este deber-función se revierte en el respeto por la opinión del niño, es decir, concatena con su derecho a ser escuchado y tiene su contrafaz en el deber de los adultos a cargo del niño de atender y valorar sus expresiones sobre sus deseos, anhelos o preferencias, por lo que se ha apuntado que más que un acto concreto, constituye una actitud y un proceso.
El cambio de paradigma radica en transformar la manera de apreciar, representar y reconocer las necesidades de los niños, en lo que tienen responsabilidad no solo los progenitores, sino también el resto de la familia, la sociedad y el Estado. Al respecto no resulta prudente que se imponga una fórmula estática preestablecida que permita determinar su grado de madurez de manera abstracta, sino que ella debe determinarse a partir de la conjunción de los factores involucrados desde una perspectiva contextual, de modo que resulta más conveniente hablar de madurez para un acto concreto, que juzgar la madurez absoluta del niño, siempre cuidando la correspondencia que debe existir entre el grado de participación a conceder y la trascendencia y envergadura de la decisión a tomar; elementos estos conducentes a la noción de autodeterminación acompañada.
La esencia está en buscar espacios de reflexión y construcción conjunta, en los que se logren consensos más que imposiciones, alejándonos de patrones de extrema infantilización del niño -determinados por posturas de negación- a fin de tomar en consideración la progresión de capacidad de discernimiento para participar y opinar conscientemente sobre las cuestiones relevantes de su vida. Es esta una responsabilidad de toda la familia y de los adultos que interactúan con el niño, quienes tienen el deber de potenciar sus aptitudes en progresión, ajustándolas a sus posibilidades.
La Dra. Ana María Álvarez-Tabío Albo ha sostenido que “es a la familia a quien corresponde asumir un rol y función protagónicos protegiendo a sus integrantes y en correspondencia, la protección de la familia beneficia tanto a la persona como a la sociedad, por ser la institución más propicia para lograr el bienestar de todos sus miembros y la armonía social”.
Entonces, pensemos en conceder esa necesaria protección –que no es sinónimo de excesivo proteccionismo- también a través de su formación y preparación para afrontar los desafíos que impone la propia vida como seres independientes y sensatos, lo que solo será posible si se les educa como seres en evolución.
Radica en la familia y particularmente en los padres o personas responsables por el cuidado y atención de los niños, la base para propiciar, en consonancia con los postulados de la Convención, espacios de participación en los que estos puedan sentirse parte de la construcción de su futuro personal y familiar. Por ello, se acoge el criterio de que la mejor forma de garantizar social y jurídicamente la protección de la infancia es mediante la promoción, desde todos los ámbitos de su vida, de la autonomía de cada niño como sujeto de derecho.
Tomado de Cubadebate
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